En el campo de la cooperación al
desarrollo se emplea el término “coherencia
de políticas” para llamar la atención sobre la importancia de que lo que
hace la mano izquierda de un Gobierno no lo sabotee la derecha. Un ejemplo clásico
ha sido el hecho contradictorio de que el mismo donante que a través de su
departamento de cooperación sufragaba generosamente proyectos de salud en
regiones pobres, por medio de otro departamento contrataba para sus propios
centros a personal sanitario formado y necesitado por esas mismas regiones, la
conocida fuga de cerebros.
Pero existe otro tipo de
coherencia política a la que apenas se presta atención pese a su creciente
relevancia: aquella que dicta que lo que se defiende en la arena internacional sea
lo mismo que lo que se establece y lleva a la práctica a escala nacional.
Resulta chocante que cada vez más países estén de acuerdo con que el objetivo de
salud de la agenda post-2015 sea la cobertura universal, y que incluso lo
proclamen enfáticamente, al mismo tiempo que mantienen o ponen en marcha
decisiones que excluyen o entorpecen el acceso a sus propios servicios
sanitarios públicos a grupos
poblaciones especialmente vulnerables dentro de su jurisdicción.
Esta incoherencia puede generar
problemas de legitimidad social de las políticas de cooperación. Tomemos las
discusiones sobre cómo vamos a financiar la cobertura universal de salud: los
expertos están proponiendo cálculos basados en lo que podría denominarse una
cuota justa expresada como el porcentaje del PIB que cada nación debiera
dedicar al gasto público en esa área.
Recientemente, uno de esos multitudinarios
grupos asesores de Naciones Unidas que tanto abundan ha difundido su
propuesta: un mínimo de gasto del 3% del PIB para los países de bajos ingresos; el 3,5%
para los de ingresos medio-bajos; el 4% para los de ingresos medio-altos; y el
5% para los de ingresos altos; a lo que se añadiría una cofinanciación
internacional en forma de ayuda del 0,1% del PIB de esos mismos países ricos.
Suena razonable, ¿verdad? Pero si
utilizamos a España como referencia no lo es tanto. Tras el acusado descenso
del bienio 2010-2011, el país dedica en la actualidad el 6,8%
de su PIB al gasto público en salud. A falta de recomendaciones individualizadas,
y si nos atenemos a los umbrales promedio del grupo asesor, España todavía
tendría margen para recortar hasta un 1,8% de su PIB (18.000 millones de euros),
lo que sin duda imposibilitaría la viabilidad de su sistema, que ya se
encuentra en situación precaria. En paralelo, además, el país debería asegurar unos
1.000 millones (el 0,1% de su PIB) anuales de cooperación en salud.
Tal escenario de recortes es
hipotético y, esperemos, improbable. El problema es que su sola enunciación con
la carga de autoridad que quien la hace puede alienar todavía más la
legitimación social de los desembolsos económicos que requiere la cooperación
en salud de los donantes, la manida coartada de los gobiernos. Los expertos
deberían ser más cuidadosos.
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